Los
primeros días que siguieron a la "desaparición" voluntaria del Comandante, anduvimos cabizbajos y
confusos. El
invierno llegaba. La poca visibilidad aumentaría.Las
condiciones climáticas nos serían aún más desfavorables.
La
provisión de alimentos y medicamentos se volvería más complicada día a día.
Daniel
Vizzini asumió el peso de la lucha en el frente central.
Pedro
Abella se hizo fuerte en el frente norte, aplastando el intento de avance hacia
Villa Crespo. Pudimos
parar la ofensiva mientras proseguía la infiltración de comandos en la
retaguardia del Enemigo y se
desplegaba una organización incipiente en las áreas ocupadas.
A toda
máquina, Carlos Távola reagrupaba las Fuerzas
Especiales de Infantería, en formaciones ligeras, apoyadas por milicianos.
El 19 de
junio, el Comandante Segundo,
poniéndose a la cabeza de las tropas del frente central, hizo retroceder hasta la altura de la
Nueve de Julio a la columna principal de las Legiones, con el concurso de las FEI, milicianos, voluntarios y una
compañía de Cazadores recientemente
creada, conducida por Facundo D’Almeida.
Fue una
batalla larga y cruel, que comenzó a las tres de la mañana, con el intento de
coronar al Dictador Negro, en el
templo de Bartolomé Mitre y Paraná y culminó cerca de las once de la noche del día
siguiente.
La ciudad
se iluminó. Por
primera vez, la Resistencia utilizó,
a escala reducida, lanzallamas, con resultados óptimos. Y por
primera vez en tres meses, los embates de las fuerzas del mal cesaron,
permaneciendo casi aletargados en sus posiciones.
El día siguiente, amaneció con lluvia, en una atmósfera húmeda, fría y gris.
El
mediodía trajo el ocultamiento temprano del sol, lo que leímos como advertencia
de un inminente ataque. Con la
ciudad inmersa en la oscuridad, esperamos en condición de alerta roja durante
toda la tarde. La temperatura descendió a -2 grados.
Anocheció
sin novedades.
Cerca de
la medianoche, los equipos de observación y rastreo -que no descansaron desde
los inicios de la invasión- en sintonía con las redes de inteligencia y de
contrainteligencia y las patrullas de milicianos, informaron sobre un fenómeno
lumínico parecido a la aureola boreal. Con
fuerza creciente, un sonido desagradable se multiplicó por la urbe. Cubriendo
un cielo despojado de estrellas y la violácea luna, miles de murciélagos en
bandadas aletearon sobre los edificios y casas, atacando a los animales
domésticos y a seres humanos, allí donde podían ingresar. La oleada duró unas largas cinco horas. No bien
terminó, un descomunal aluvión de ratas negras se descargó sobre las calles,
desde el sistema de alcantarillado y los ríos bajo la piel del pavimento.
El Comité de Salud Pública reportó
centenares de asistidos con mordeduras a los que se vacunó en prevención de
casos de rabia.
En el cuartel general, reunidos de urgencia por Daniel Vizzini, el Matemático desarrolló la hipótesis de la maniobra distractiva, que recibió más objeciones que concordancias. Jorge Gamarra y Santiago Vélez lo vieron como una nueva señal, interpretando que el mensaje implícito era que el cese de hostilidades no significaba una rendición del Enemigo. Hacer sentir la omnímoda y ubicua presencia del mal era, para ellos, la única lectura posible. Por su parte, Pedro Abella y el Trovador sostuvieron que el fenómeno ponía en marcha un elemento desconocido dentro de la guerra, al que no sabían darle un nombre, pero que intuían.
Las
jornadas venideras les darían la razón.
La sombra de Dios, el Arconte, seguía allí, en el feudo de la Luna, agazapado entre nubes macilentas, observando a través del gran ojo ciego las consecuencias de su poderío, irradiando un invisible fluido eléctrico sobre las legiones y las cúpulas de los edificios.
Los casos iniciales se conocieron los primeros días de agosto, rodeados de una atmósfera sulfurosa y siniestras fluorescencias, mientras la temperatura ambiente seguía bajando y los insumos médicos se consumían sin reposición. Entre los siglos X y XIV se la conoció como “fuego de San Antón”, “fuego azul” o “fuego sagrado”.
Se
trataba de la enfermedad -peste ígnea- producida por el
cornezuelo, un hongo que ataca a los cereales, cuyo síntoma más evidente es la
sensación de quemazón en los miembros superiores e inferiores, por lo que la
agonía de los infectados era insoportable. En la
Edad Media diezmó gran parte de la población de Europa, provocando psicosis
colectivas. Ave
fénix, volvía para quedarse.
De
inmediato, el Comité requirió la
presencia del Comandante Segundo,
quien concurrió acompañado por Mateo Soler y Daniel Mavied. Los
registros de los centros de salud reportaban nuevos casos minuto a minuto. El
organismo, un ente coordinador de esfuerzos estatales, públicos y privados,
creado ad hoc, propuso una serie de medidas de urgente e irreversible
aplicación. El
Directorio aprobó el plan.
En menos
de una hora, un cerco sanitario se levantó sobre los hospitales. Y sobre
los cementerios. A fines
de agosto, los casos denunciados superaban los diez mil.
A
principios de octubre, cincuenta mil. La ciudad
se transformó en un desierto de alucinados.
La proximidad de un nuevo y tal vez último millennium dio lugar al florecimiento de una imaginería neomedieval. Renació la práctica de brujería. Comenzamos a tener indicios de fiestas paganas -los carnavales del Siervo (pervigilium veneris), del Loco y del Burro- al tiempo que se consagraba, nuevamente, la evocación de los muertos.
También
volvieron las epilépticas danzas macabras,
los oficios negros y el empleo de
las llamadas plantas consoladoras -domaveneno,
beleño, belladona, datura, dulce-amarga, mandrágora-, de probada eficacia
hipnótica.
El miedo
y la paranoia se instalaron cual moneda corriente. Los
sospechosos de pertenecer al credo malo
fueron perseguidos, sobre todo si eran mujeres.
La
hinchazón constituyó signo de posesión, lo mismo que ciertas marcas en una piel
muy blanca. El tiempo
sin tiempo del mito no existía.
El tiempo seguía su marcha, retrocediendo, regresando al lado oscuro del medioevo, a la caza de brujas, donde se exasperaban los hechos inscritos en la historia universal de la infamia: delaciones, exclusión, matanza de víctimas propiciatorias, casi siempre inocentes. Y allí volvíamos a encontrar a los "buenos cristianos" siempre dispuestos a encontrar chivos expiatorios.
Pronto,
el estado de cosas se asemejó a una caldera a punto del estallido.
Más y más
presión cada día: la vigilia perpetua frente al Enemigo, la lucha frontal contra la peste ígnea, la persecución de
los tribunales populares que se
constituían espontánemente para juzgar a acusados de brujería, el problema del
abastecimiento. De golpe,
varios frentes que atender.
Así fue
que centenares de milicianos fueron destinados al mantenimiento del orden, que
hasta ese momento no ofrecía graves inconvenientes. Las
tareas de inteligencia, en la prevención de crímenes contra las personas,
distrajo energías que debían focalizarse en las maniobras del Adversario.
¿Cuánto tiempo más se podía convivir con ese grado de horror
exasperado, cercados por Legiones del
Señor de la Sombras y al borde de una explosión de locura social?
Glosario
Oficios negros: rituales satánicos, de adoración del Diablo. Básicamente,
la misa negra y el aquelarre.
Credo malo: el orígen
del credo demoníaco viene del fondo de los tiempos. Sus antecedentes inmediatos
se registran en el 334 a.c., introducido por tribus bárbaras del norte de
Europa en Bretaña y en las Galias.