lunes, 15 de octubre de 2018

CUADERNO DE INSOMNIO - VI. GEOGRAFÍA DE LOS ABISMOS

VI. GEOGRAFÍA DE LOS ABISMOS

Entonces, traté de adivinar que tenía en mente el Errante.
Casi con seguridad, un objetivo sería cercar la cabecera de playa de la invasión, manteniendo a las Legiones ocupadas y fijas en un sitio.
Otro, obturar el acceso de nuevas tropas infernales al mundo exterior.
Nuestra meta inmediata era llegar a la zona de Once, allí donde se bifurca un ramal clausurado del ferrocarril, internándose en las profundidades hasta llegar a Plaza de Mayo.
Sabíamos por una avanzada de exploradores, que del eje troncal, paralelo a Rivadavia, partían por lo menos dos túneles transversales: uno a la altura de Entre Ríos, con ingreso por la base del Monumento a los Dos Congresos.
Atravesando la Iglesia de San Ignacio rumbo al sur y al este lo recorría el más antiguo, que según los historiadores más serios databa de 1712. 
Con el apoyo de un pelotón de las FEI -4 hombres y 3 mujeres- conformamos un equipo al que María, una de las integrantes, bautizó con gracia Los Argonautas.
El Chino Araniya era el mítico Jasón con el que navegamos rumbo a la terra incognita.
Una vez instalados en el playón de Once, planificamos los próximos pasos.
Hasta la media tarde debíamos completar lo atinente a materiales, municiones y víveres.
Cerca de la medianoche comenzaría el ingreso por el túnel principal hasta hallar los transversales.
Contamos con todo el apoyo de Daniel Mavied -el cerebro de la Logística- para aprovisionarnos.
A las 23.37 iniciamos, bajo una cetrina luz lunar, la caminata hacia los grandes portones que franquean la entrada al ramal clausurado en los años ‘50.
La marca de la temperatura señalaba 5° bajo cero.
Adentro, una vez clausurado el ingreso al túnel, en la negrura rota por la luz amarilla de los faros de iodo que portábamos, colocamos algunos objetos y la ametralladora pesada en una destartalada zorra ferroviaria, en la que viajaron tres combatientes.
El resto, caminó en sendas filas indias, una a cada lado del transporte.
Pudimos verificar que los rieles, aunque oxidados, aún servían.
Nuestra mayor preocupación era mantenernos activos, no perder movilidad ni aletargarnos, aunque avanzáramos lentamente, dado que el aire se iba haciendo más denso conforme nos adentrábamos.
El Chino Luis, al que conocía del secundario en La Paternal, se mantenía comunicado con el Matemático, responsable de esa zona de operaciones.   
A los veinte minutos de partir y habiendo recorrido menos de un kilómetro ordenó silencio de radio y la detención de la patrulla.
Preparamos las armas, parapetándonos en las columnas de acero que sostienen el techo semicircular.
Durante cinco minutos permanecimos inmóviles.
Después, oímos los pasos de un animal grande.
Estimamos que estaba a unos 70-80 metros y que venía hacia nosotros.
Marco apostó en el chasis la ametralladora pesada, mientras Pichu y Laura se adelantaron unos metros.
Dos ojos de destellante luminosidad rojiza nos observaban.
Al rato, eran varios pares de ojos.
Con el visor de rayos infrarrojos, avistamos rasgos parecidos a lobos parados sobre las patas traseras.
La duda se disiparía unos segundos después, con el trote de la manada aullando hasta nuestra posición.
Cuando estuvieron a quince metros el Chino ordenó dispararles a la cabeza.
Los animales cayeron muertos, menos uno, muy mal herido, que agonizó durante tres minutos hasta que Pichu lo remató.
Comprobamos, con horror, que se trataban de licántropos, hombres-lobos de pelaje gris, de gran porte, con el signo del Príncipe del Aire en la testa, ávidos de cuerpos humanos.
Contamos cinco, aunque presentíamos que había más.   
No se conocían casos de licantropía desde el siglo Il, mencionados en la Historia Natural de lo Extraño del cronista y viajero Publio Marcio Ficino.
Proseguimos el viaje, luego de arrojar los cuerpos a una sombría cavidad en la pared norte, donde alguna vez se guardaron repuestos de locomotoras de vapor.
De ahí en más, la precaución se aguzó.
El carromato rodó con morosidad, tres infantes iban más adelantados, otros tres cubrían la retaguardia.
Faltaba el aire. La humedad descendía reptando por los muros.
Los murciélagos giraban en círculos, casi rozándonos con sus alas húmedas.
Traídos por ráfagas, llegaban ciertos vahos de gas alquímico.
A las 1.30 de la madrugada habíamos recorrido un kilómetro.
Media hora después llegamos hasta el acceso del túnel transversal Beta, de menor diámetro que el troncal Alfa (5 contra 10 metros en su parte más ancha).
Paralelo a la Av. Entre Ríos, recorrido sinuoso, boquetes en paredes y techo, anchas anfractuosidades cada cincuenta metros, el conducto no poseía rieles, aunque el piso, tapizado de adoquines, se conservaba firme.
Una guardia de cinco, incluido el ametralladorista, quedó custodiando la carga.
Los demás, aligerados, emprendimos una rápida excursión hacia el sur, sin amenazas a la vista.
En una hora llegamos hasta un curso de agua inmunda.
Por la distancia recorrida, pudimos asegurar que corría debajo de la calle Brasil.
Tal vez fuera la huella del Aqueronte por el inefable olor y color de la sangre.
Mirando hacia arriba, diez metros sobre nuestras cabezas, divisamos lo que parecía una tapa de alcantarilla.
Más cerca, cubierta por musgos y algas, en la margen izquierda del río subterráneo, descubrimos una balsa de cuatro metros de ancho por siete de largo, construida con madera de laurel.
Luis y yo nos miramos. Cada uno conocía el pensamiento del otro.
¿Sería nuestra Nave de los Locos, la stultifera navis que iba de ciudad en ciudad en el medioevo?
Los líquidos corrían a poca velocidad. Podía ser una trampa. Pero también una señal, una invitación a profundizar en la zona prohibida. ¡La antigua tentación del descubrimiento! El canto al que nunca nos negamos los que deseamos ir más allá del bien y del mal. Corriendo los riesgos, alucinados de fervor, embarcamos, navegando por el extraño tejido hidrográfico que nos llevaría hasta la morada del dios de los muertos.
Al cabo de unos minutos ingresamos en una amplia gruta de casi trescientos metros de diámetro, poblada de murciélagos y serpientes acuáticas.
De ese lugar sepulcral se bifurcaban cursos de aguas más angostos, después de rodear un islote basáltico sobre el que crecía la maligna sarcostemma, la planta de los brujos y hechiceras.   
Con la ayuda de ramas convertidas en remos, empujamos con todas las fuerzas hasta alcanzar el brazo del río que corría en declive hacia el sudeste a 45 km/hora.
La falta de luz era casi total. La temperatura descendía metro a metro. Casi no existían meandros. La velocidad aumentaba y el ruido del agua, a esta altura casi negra, era atronador. El Chino mandó colocarnos las máscaras. 
Habiendo navegado menos de diez kilómetros desde la gruta de la Planta, nos aguardaban vapores níveos, gritos horrendos y rastros del gas alquímico.



Glosario

Argonautas (mit. gr.): guerreros escogidos por su valor que emprendieron un viaje para conquistar el vellocino de oro en la Cólquide. Tomaron este nombre de la nave Argos (‘ligera’) que los transportó.
Jason (mit. gr.): jefe de los argonautas.
Publio Marcio Ficino (circa 150-242 d.c.) Su Historia natural de lo Extraño engloba casos de vampirismo y licantropía, apariciones de muertos, animales y plantas fantásticas. Ficino, nacido en Siracusa, murió misteriosamente en Eleusis.
Aqueronte (mit. gr.): uno de los ríos que conducía al infierno. Etimológicamente, río del dolor. Sus aguas, dice el mitógrafo, son malsanas, espumosas y amargas y corren debajo de la superficie.
Stultifera navis (lat.): Nave de los Locos (Narrenschiff, en alemán, tiene el mismo significado). En la Alta Edad Media era común ver navíos recorriendo los ríos de Europa, yendo a la deriva con su carga de dementes.
Sarcostemma: planta de hojas carnosas de color oscuro.