VI. GEOGRAFÍA DE LOS ABISMOS
Entonces, traté de adivinar que tenía en mente
el Errante.
Casi con seguridad, un objetivo sería cercar
la cabecera de playa de la invasión, manteniendo a las Legiones ocupadas y fijas en un sitio.
Otro, obturar el acceso de nuevas tropas
infernales al mundo exterior.
Nuestra meta inmediata era llegar a la zona de
Once, allí donde se bifurca un ramal clausurado del ferrocarril, internándose
en las profundidades hasta llegar a Plaza de Mayo.
Sabíamos por una avanzada de exploradores, que
del eje troncal, paralelo a Rivadavia, partían por lo menos dos túneles
transversales: uno a la altura de Entre Ríos, con ingreso por la base del
Monumento a los Dos Congresos.
Atravesando la Iglesia de San Ignacio rumbo al
sur y al este lo recorría el más antiguo, que según los historiadores más
serios databa de 1712.
Con el apoyo de un pelotón de las FEI -4
hombres y 3 mujeres- conformamos un equipo al que María, una de las
integrantes, bautizó con gracia Los
Argonautas.
El Chino
Araniya era
el mítico Jasón con el que navegamos
rumbo a la terra incognita.
Una vez instalados en el playón de Once,
planificamos los próximos pasos.
Hasta la media tarde debíamos completar lo
atinente a materiales, municiones y víveres.
Cerca de la medianoche comenzaría el ingreso
por el túnel principal hasta hallar los transversales.
Contamos con todo el apoyo de Daniel Mavied -el
cerebro de la Logística- para aprovisionarnos.
A las 23.37 iniciamos, bajo una cetrina luz
lunar, la caminata hacia los grandes portones que franquean la entrada al ramal
clausurado en los años ‘50.
La marca de la temperatura señalaba 5° bajo cero.
Adentro, una vez clausurado el ingreso al
túnel, en la negrura rota por la luz amarilla de los faros de iodo que
portábamos, colocamos algunos objetos y la ametralladora pesada en una
destartalada zorra ferroviaria, en la que viajaron tres combatientes.
El resto, caminó en sendas filas indias, una a
cada lado del transporte.
Pudimos verificar que los rieles, aunque
oxidados, aún servían.
Nuestra mayor preocupación era mantenernos
activos, no perder movilidad ni aletargarnos, aunque avanzáramos lentamente,
dado que el aire se iba haciendo más denso conforme nos adentrábamos.
El Chino
Luis, al que conocía del secundario
en La Paternal, se mantenía comunicado con el
Matemático, responsable de esa zona de operaciones.
A los veinte minutos de partir y habiendo
recorrido menos de un kilómetro ordenó silencio de radio y la detención de la
patrulla.
Preparamos las armas, parapetándonos en las
columnas de acero que sostienen el techo semicircular.
Durante cinco minutos permanecimos inmóviles.
Después, oímos los pasos de un animal grande.
Estimamos que estaba a unos 70-80 metros y que
venía hacia nosotros.
Marco apostó en el chasis la ametralladora
pesada, mientras Pichu y Laura se adelantaron unos metros.
Dos ojos de destellante luminosidad rojiza nos
observaban.
Al rato, eran varios pares de ojos.
Con el visor de rayos infrarrojos, avistamos
rasgos parecidos a lobos parados sobre las patas traseras.
La duda se disiparía unos segundos después,
con el trote de la manada aullando hasta nuestra posición.
Cuando estuvieron a quince metros el Chino
ordenó dispararles a la cabeza.
Los animales cayeron muertos, menos uno, muy
mal herido, que agonizó durante tres minutos hasta que Pichu lo
remató.
Comprobamos, con horror, que se trataban de licántropos, hombres-lobos de pelaje
gris, de gran porte, con el signo del Príncipe
del Aire en la testa, ávidos de cuerpos humanos.
Contamos cinco, aunque presentíamos que había
más.
No se conocían casos de licantropía desde el
siglo Il, mencionados en la Historia
Natural de lo Extraño del
cronista y viajero Publio Marcio Ficino.
Proseguimos el viaje, luego de arrojar los
cuerpos a una sombría cavidad en la pared norte, donde alguna vez se guardaron
repuestos de locomotoras de vapor.
De ahí en más, la precaución se aguzó.
El carromato rodó con morosidad, tres infantes
iban más adelantados, otros tres cubrían la retaguardia.
Faltaba el aire. La humedad descendía reptando
por los muros.
Los murciélagos giraban en círculos, casi
rozándonos con sus alas húmedas.
Traídos por ráfagas, llegaban ciertos vahos de
gas alquímico.
A las 1.30 de la madrugada habíamos recorrido
un kilómetro.
Media hora después llegamos hasta el acceso
del túnel transversal Beta, de menor
diámetro que el troncal Alfa (5
contra 10 metros en su parte más ancha).
Paralelo a la Av. Entre Ríos, recorrido
sinuoso, boquetes en paredes y techo, anchas anfractuosidades cada cincuenta
metros, el conducto no poseía rieles, aunque el piso, tapizado de adoquines, se
conservaba firme.
Una guardia de cinco, incluido el
ametralladorista, quedó custodiando la carga.
Los demás, aligerados, emprendimos una rápida
excursión hacia el sur, sin amenazas a la vista.
En una hora llegamos hasta un curso de agua
inmunda.
Por la distancia recorrida, pudimos asegurar
que corría debajo de la calle Brasil.
Tal vez fuera la huella del Aqueronte por el inefable olor y color
de la sangre.
Mirando hacia arriba, diez metros sobre
nuestras cabezas, divisamos lo que parecía una tapa de alcantarilla.
Más cerca, cubierta por musgos y algas, en la
margen izquierda del río subterráneo, descubrimos una balsa de cuatro metros de
ancho por siete de largo, construida con madera de laurel.
Luis y yo nos miramos. Cada uno conocía el
pensamiento del otro.
¿Sería nuestra Nave de los Locos, la stultifera navis que iba de ciudad en ciudad en el medioevo?
Los líquidos corrían a poca velocidad. Podía ser una trampa. Pero también una señal, una invitación a
profundizar en la zona prohibida. ¡La antigua tentación del descubrimiento! El canto al que nunca nos negamos los que
deseamos ir más allá del bien y del mal. Corriendo los riesgos, alucinados de fervor,
embarcamos, navegando por el extraño tejido hidrográfico que nos llevaría hasta
la morada del dios de los muertos.
Al cabo de unos minutos ingresamos en una
amplia gruta de casi trescientos metros de diámetro, poblada de murciélagos y
serpientes acuáticas.
De ese lugar sepulcral se bifurcaban cursos de
aguas más angostos, después de rodear un islote basáltico sobre el que crecía
la maligna sarcostemma, la planta de
los brujos y hechiceras.
Con la ayuda de ramas convertidas en remos,
empujamos con todas las fuerzas hasta alcanzar el brazo del río que corría en
declive hacia el sudeste a 45 km/hora.
La falta de luz era casi total. La temperatura descendía metro a metro. Casi no existían meandros. La velocidad aumentaba y el ruido del agua, a
esta altura casi negra, era atronador. El Chino
mandó colocarnos las máscaras.
Habiendo navegado menos de diez kilómetros desde la gruta de la Planta, nos aguardaban vapores níveos, gritos horrendos y rastros del gas alquímico.
Habiendo navegado menos de diez kilómetros desde la gruta de la Planta, nos aguardaban vapores níveos, gritos horrendos y rastros del gas alquímico.
Glosario
Argonautas
(mit.
gr.): guerreros escogidos por su valor que emprendieron un viaje para
conquistar el vellocino de oro en la Cólquide. Tomaron este nombre de la nave Argos (‘ligera’) que los transportó.
Jason (mit. gr.): jefe de
los argonautas.
Publio
Marcio Ficino
(circa 150-242 d.c.) Su Historia natural
de lo Extraño engloba casos de
vampirismo y licantropía, apariciones de muertos, animales y plantas
fantásticas. Ficino, nacido en
Siracusa, murió misteriosamente en Eleusis.
Aqueronte (mit. gr.): uno de los
ríos que conducía al infierno. Etimológicamente, río del dolor. Sus aguas, dice el mitógrafo, son malsanas, espumosas y amargas
y corren debajo de la superficie.
Stultifera
navis
(lat.): Nave de los Locos (Narrenschiff, en
alemán, tiene el mismo significado). En la Alta Edad Media era común ver navíos
recorriendo los ríos de Europa, yendo a la deriva con su carga de dementes.
Sarcostemma: planta de hojas
carnosas de color oscuro.